martes, 18 de junio de 2019

Paco Urondo: La pura verdad (1976)


Si ustedes lo permiten,

prefiero seguir viviendo.

Después de todo y de pensarlo bien, no tengo

motivos para quejarme o protestar:
siempre he vivido en la gloria: nada

importante me ha faltado.

Es cierto que nunca quise imposibles; enamorado

de las cosas de este mundo con inconsciencia y dolor
y miedo y apremio.


Muy de cerca he conocido la imperdonable alegría; tuve

sueños espantosos y buenos amores, ligeros y culpables.

Me avergüenza verme cubierto de pretensiones; una gallina torpe,

melancólica, débil, poco interesante,
un abanico de plumas que el viento desprecia,

caminito que el tiempo ha borrado.

Los impulsos mordieron mi juventud y ahora, sin

darme cuenta, voy iniciando
una madurez equilibrada, capaz de enloquecer a
cualquiera o aburrir de golpe.


Mis errores han sido olvidados definitivamente; mi

memoria ha muerto y se queja
con otros dioses varados en el sueño y los malos sentimientos.


El perecedero, el sucio, el futuro, supo acobardarme,

pero lo he derrotado
para siempre; sé que futuro y memoria se vengarán algún día.

Pasaré desapercibido, con falsa humildad, como la
Cenicienta, aunque algunos

me recuerden con cariño o descubran mi zapatito

y también vayan muriendo.

No descarto la posibilidad

de la fama y del dinero; las bajas pasiones y la inclemencia.

La crueldad no me asusta y siempre viví deslumbrado

por el puro alcohol, el libro bien escrito, la carne perfecta.

Suelo confiar en mis fuerzas y en mi salud

y en mi destino y en la buena suerte:
sé que llegaré a ver la revolución, el salto temido

y acariciado, golpeando a la puerta de nuestra desidia.

Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra;

compartir este calor, esta fatalidad que quieta no
sirve y se corrompe.


Puedo hablar y escuchar la luz

y el color de la piel amada y enemiga y cercana.

Tocar el sueño y la impureza,

nacer con cada temblor gastado en la huida.

Tropiezos heridos de muerte;

esperanza y dolor y cansancio y ganas.

Estar hablando, sostener

esta victoria, este puño; saludar, despedirme.

Sin jactancias puedo decir
que la vida es lo mejor que conozco.


sábado, 15 de junio de 2019

La leyenda del calafate


Se dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía detener.

Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia.
Koonex, de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente.


El cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida.
Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno.

Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos." "Los comprendo", respondió Koonex, "por eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me quedaré sola" y luego la anciana calló.


Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del que quedaron prendados.

Los tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de entonces, "el que come Calafate, siempre vuelve."