Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél
que dirigía las pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel
maldito” cuando la época de la gripe. De esto hace ya años, quizá
quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que le decíamos “el
Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas
muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la Arremangada,
y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se
decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo.
Acuérdate del relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera
hora de la Elevación soltaba un ataque de hipo, que parecía como si
estuviera riendo y llorando a la vez, hasta que la sacaban fuera y le
daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba. Esa acabó casándose
con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado, río
arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque
siempre andaba metida en líos y de cada lío salía con un muchacho. Se
dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros, pues todos
los hijos se le morían recién nacidos y siempre les mandaba cantar
alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de monaguillos
que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando,
Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro
cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados del
velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que ya nacieron
pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último
parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba
en pleito con las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían
dar muy caros los jitomates, pegaba gritos y decía que la estaban
robando. Después, ya pobre, se le veía rondando entre la basura,
juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro
cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía
dos, como ya te digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después
no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses
más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas.
Acuérdate que nos vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos,
cuando lo más fácil era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos
verdes que se robaba del mango que estaba en el patio de la escuela y
naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que
luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en
el bolso: canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes,
de esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen
muy lejos. Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos
días de casado y que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un
puesto de tepeche en la garita del camino real, mientras Nachito se
vivía tocando canciones todas refinadas en una mandolina que le
prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el
tepeche que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos,
porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó sin amigos, porque
todos al verlo, le sacábamos la vuelta para que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se vio malo, o quizá ya era de nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron con su prima la Arremangada
jugando a marido y mujer detrás de los lavaderos, metidos en un aljibe
seco. Lo sacaron de las orejas por la puerta grande entre el risón de
todos, pasándolo por una fila de muchachos y muchachas para
avergonzarlo. Y él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándolos a
todos con la mano y como diciendo: “Ya me las pagarán caro”.
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada
raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto; un
chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido de
coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del molino, le arrimó una paliza que
por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje, se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta
aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza de armas, sentado
en la banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a
todos. No hablaba con nadie. No saludaba a nadie. Y si uno lo miraba,
él se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina. Al Nachito
se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche, poquito después de
las ocho y cuando las campanas todavía estaban tocando el toque de
Ánimas. Entonces se oyeron los gritos y la gente que estaba en la
Iglesia rezando el rosario salió a la carrera y allí los vieron: al
Nachito defendiéndose patas arriba con la mandolina y al Urbano
mandándole un culatazo tras otro con el máuser, sin oír lo que le
gritaba la gente, rabioso, como perro del mal. Hasta que un fulano que
no era ni de por aquí se desprendió de la muchedumbre y fue y le quitó
la carabina y le dio con ella en la espalda, doblándolo sobre la banca
del jardín donde se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue. Dicen que
antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición al padre
cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a
descansar llegaron a él. No se opuso. Dicen que él mismo se amarró la
soga en el pescuezo y que hasta escogió el árbol que más le gustaba para
que lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros de escuela y lo conociste como yo.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario